Aquí no prende el odio

Hay quienes andan empeñados en fabricar enemigos. Les urgen figuras a quienes culpar, cuerpos que señalar, acentos que satanizar. Pretenden convencernos de que el odio es una forma de defensa. No lo es. Y menos aquí.
La historia dominicana dista de un relato de pureza: es mezcla. Nacimos de la fusión —traumática, sí, pero real— de culturas, sangres, lenguas y dioses. Nuestra identidad suma fragmentos y nunca fue un monolito.
Difícil que prenda aquí el odio, al menos no de forma natural. La cortesía dominicana no es impostura: bendecimos sin saber a quién, saludamos aunque no conozcamos, invitamos a comer aunque falte. Aquí, el «compai» aparece antes que el prejuicio.
El dominicano promedio no odia: sobrevive, sueña, trabaja. Y sabe —porque lo ha vivido o lo ha visto— que cualquiera puede caer, migrar, necesitar. La frontera le es familiar como línea, no como muralla.
Incluso nuestras desigualdades han sido terreno de aspiración, jamás de rencor. «El que no tiene, lucha»; no culpa, ni señala. La definición de dominicano excluye el resentimiento y sí admite la voluntad de salir adelante, de progresar sin aplastar.
Cuidado si confundimos ruido con verdad. La República Dominicana tiene muchos problemas —serios, estructurales— pero no tiene odio de fábrica. Y si lo dejamos crecer, no será porque nació de nosotros, sino porque lo dejamos entrar.
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